Sentado a la mesa escuchó incrédulo el portazo de ella al salir.
Sólo le había pedido que le friera un par de huevos ¿tanto le costaba? Él se pasaba el día trabajando y ella siempre allí en casa, que menos que tener al marido contento y no enfadarlo cada vez que hablaba: "que si acelgas, que si habas…". Así lo tenía, verde de rabia. Quería huevos, no habas. Aquella idiota, veinte años en su cama y aún no sabía ni freír un huevo cuando a él se le antojaba.
Mientras en la cocina aún ardía el aceite, ella empezaba a echarle huevos a la vida, porque veinte años, a veces, es demasiada nada.
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