Incapaz de sentir algo más que rabia y asco, recordaba cada bofetada, patada, puñetazo. En definitiva paliza de las que había sido testigo, cuando no víctima en su niñez. Atrás quedaban las risas compartidas, los sueños ahora rotos, y el imaginario mundo feliz que veían desvanecerse cuando las llaves sonaban en la puerta de entrada. Aquel ruido que en cualquier otra casa era motivo de felicidad y celebración, del momento de unidad familiar al final de la jornada. En su caso, anunciaban el preámbulo del miedo, terror, realidad... Sigue viviéndolo cada día. Han pasado años y lo único que ha conseguido es volver a caer en ese círculo de terror, salvo, que ahora, el malo, el ejecutor es él.
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