Suena el timbre: lo recibo para cenar, con la mejor de mis sonrisas. Él prueba la sopa - templada -, come pan - integral - y mastica una croqueta; disgustado, la escupe y me tira la copa de vino encima. "Inútil", murmura con la mano levantada. Me aparto. Y soy afortunada: demasiado exhausto para abofetearme. Sin decir nada más, se acuesta. Me quedo a solas, con mis pensamientos, en la cocina. Me limpio la vergüenza del rostro con una servilleta; maldigo la tradición familiar femenina: "el amor es aguantar". Pero esto es humillación, la que me empuja a la calle para tomar un taxi, dirección comisaria, con esa revelación palpitando dentro de mí: no puedo aspirar a ser perfecta.
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