Llegarían las diez, y las once, y las doce. –Celoso, muy celoso; algún día ya verás –me confiaba Lucía. Me vestí como pude, a duras penas; me puse a trabajar. –Chica, seguro que te quiere –la consolaba–; ten paciencia. La mañana se me hizo interminable. Solo el pensarlo me ahogaba. No llegaba Lucía, mi asistenta. Se detuvieron todos los relojes.
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