Le sujetaba la puerta de la calle todas las mañanas cuando coincidíamos en el portal. Para salir de casa se perfumaba bien, se calaba la boina y le daba vuelta y media a la bufanda marrón que acompaña sus inviernos. Él siempre tan correcto, me despedía con aquellas temblorosas manos que apenas podían sostener el bastón que le ayudaba a caminar. Yo mirando sus manos, en ese instante pensaba en todas las madrugadas en el mar, en los arrastres, cuerdas y redes que habrían pasado por sus brazos y en toda la fuerza que había perdido en ellos. En cambio ella, mi vecina, sólo daba gracias a Dios porque esas manos ya no tenían fuerzas para ninguna bofetada más.
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